jueves, 3 de agosto de 2006

Otra del club de las muy grandes nos ha dejado.

El 2006 está siendo un año en el que muchos grandes nos han dejado. Ayer, Miércoles 2 de Agosto, mientras dormía perdió la vida la legendaria soprano Elisabeth Schwarzkopf a los 90 años de edad.

La noticia se acaba de hacer pública y no hay mucha información al respecto. Como recuerdo vaya este video, de momento el único en el youtube donde aparece Schwarzkopf, pero en breve aparecerán más y me iré encargando de actualizar este post.

Aquí canta el monólogo de Marschallin's "Da geht er hin" de “El caballero de la rosa” de Richard Strauss'. Función que tuvo lugar en Viena cuando corría el año 1962. No es un pasaje especialmente lucido, pero de momento es todo lo que puedo poner.



Descanse, pues, en paz.

\Primera noticia en castellano

miércoles, 2 de agosto de 2006

Las buenas maneras en la ópera

A continuación un extracto del libro de Alfonso Ussía «Tratado de las buenas maneras». La lección 4 de la segunda parte, viene dedicada a la improcedencia de asistir a una representación de ópera. Espero no estar violando ningún derecho de autor del señor Ussía, si así fuere, tenga en cuenta, muy señor mío o señor ostentador de los mismos de un muy señor mío, que mi intención nunca fue violar derecho alguno, es más, que ladeado tampoco.

Lección 4

La ópera es un rollo

El espectáculo de la ópera es realmente reprobable. Y desde que se inventaron los compact disc, mucho más reprobable aun. En casi todas las óperas hay unos quince o veinte minutos de gran inspiración musical y dos o tres horas de coñazo cantable. Como todo acontecimiento social de una época, la ópera ha perdido el sentido de la oportunidad, y hoy por hoy, carece de formalidad. Como dijo el agudo escritor ruso Wladimir Nakoviev, «la ópera es una cosa donde el tenor se quiere acostar con la soprano y el barítono nunca los dejas». Y, en efecto, así es. El tenor se esfuerza, la soprano se deja seducir, ambos cantan al unísono bobadas como aperitivo del soñado polvete, y cuando los dos se ponen de acuerdo para abandonar el escenario en pos del acordado camastreo, llega el barítono o el bajo, que suele ser el padre de ella, y termina con el plan. La ópera es, por lo tanto, un «chirrichirri» frustrado de muy difícil reparación, porque siempre se muere uno de los ansiosos. En resumen, que la ópera es una tontería.

Como acontecimiento social, la ópera nunca tuvo especial distinción. Un concierto de música sinfónica, sí, pero no la ópera. Esta última aportaba relajos estéticos horteras. La burguesía catalana sabe mucho de eso, y hay que reconocer su alto sentido de la educación. Porque contemplar a Montserrat Caballé en el papel de «Madame Butterfly» y no mondarse de risa es digno de admiración y reconocimiento. La ópera es mediterránea, con Mozart como polizón del barco. Wagner no escribió óperas, sino auténticos culebrones interminables, y lo mejor está en sus oberturas. Además, hay «divas» que se tiran pedos en el escenario, y eso le quita al asunto bastante solemnidad.

Lo comentaba en Sevilla un inexperto y nada cultivado asistente a una representación operística, durante el primer descanso, según relató Antonio Burgos: «Mira, mami; como esto siga canta que te canta y no haya charlita, yo me voy». Admirable y elegantísima postura de protesta.

La ópera no es elegante, ni distinguida, ni definitivamente constructiva. Los hay que creen que por acudir a sus representaciones son unos privilegiados. Según una estadística publicada recientemente por el Wienner Skernaben Institut, la mayoría de los abonados a la ópera de Viena fallecen inmersos en la demencia. El tenor italiano Stefano Rizzi, que falleció en plena representación de Aida como consecuencia de los gases aerofágicos de la soprano de turno, dejó escrito en su testamento «Hijos míos; sed felices y no vayáis nunca a la ópera». Admirable y sincerísimo Rizzi, gran intérprete del Elissir d’amore de Donizetti, de venta en compact disc.

Sólo es admisible la asistencia a una representación de ópera si se acude, como al circo, con la esperanza de que el león se coma al domador. Ir a la ópera con la ilusión de que el tenor o la soprano suelten un gallo espeluznante, es demostración clara de que uno pertenece a una buena familia. Desde que se inventó el compact disc y uno puede escuchar, mediante la pulsación de un botón, los diez minutos buenos de un rollo de tres horas, asistir a la ópera no tiene sentido.

Tampoco lo tenía antes de inventarse el compact disc, pero es que uno, a pesar de su carácter, sabe contenerse.